Luego de disparar a los noruegos millones de preguntas sobre como ver las auroras: a que punto cardinal mirar, a qué hora, si necesito anteojos especiales, etc. Solo obtuve de ellos una mirada de desconcierto, como si mi pregunta careciera de sentido. Entre risas, me dijeron “ve afuera”, sin más rodeos.
Y allí fui, usando toda la ropa que traía en mi mochila. Seguí un sendero buscando alejarme de los faroles de este pequeño caserío.

Me senté en una orilla pedregosa de aguas calmas, y con serenidad miré al cielo (o al mar que era lo mismo), recordaba las idas a pescar con mi familia, en las que mi abuelo Rubén parecía no perturbarlo nada. Él se sentaba en su banquito, camisa a cuadros adentro del yoguin por si se levantaba viento, boina, palillo en la boca, algún licorcito cerca y cuando todo el ritual estaba finalizado decía: “ahora a esperar que algo se mueva”, por momentos daba la impresión que se nublaban ciertas partes del firmamento, era confuso, porque esa especie de neblina aparecía y desaparecía por si sola, no soplaba viento.
Hasta que un reflejo verde iluminó las minúsculas ondas de agua producidas por las piedras que yo arrojaba, alcé mi vista y lo que estaba sucediendo en esa atmosfera era simplemente fantástico, de cuento, irreal: una mancha en forma de arco se extendía por el cielo, tenue, como humo y comenzó a hacerte más fina a medida que intensificaba su color hasta formar una línea nítida verde fosforescente que se posaba como un arcoíris de una sola gama con un cielo negruzco de fondo que la resaltaba aún más, sin previo aviso la línea sumó otra dimensión dejando de ser una línea y convirtiéndose en una cortina, como esas fuentes de agua que simulan cascadas. Y como si un viento mágico de fotones que solo afecta a las luces, comenzó a hacer ondular la aurora como una bandera infinita, flameaba con suavidad y elegancia, en algunas partes se plegaba más que en otras, cubriendo de punta a punta una franja de la bóveda.

Y como si este espectáculo no fuera suficiente, para cubrir tus expectativas, fue transformándose la pigmentación de la parte inferior en un intenso violeta. Todo este baile ceremonial cósmico iba cambiando de intensidad, la luz circulaba por su interior en sus respectivos colores y formas sin dejar de danzar y brillar, como el agua de río que cambia de orilla, que se encajona y luego desciende rápidamente …hasta desvanecerse. Mas palabras sobrarían, cualquier relato será deficiente en su intento por describirlo, las fotos tampoco alcanzan a captar la magnitud en su totalidad.

¿Cuánto duró? Realmente no sé si el tiempo existió, al esfumarse la aurora, me encontraba tirado en la nieve con una sonrisa que se invitó sola. Me levanté, me sacudí la nieve y me acerqué al agua, vi nuevamente mi reflejo, pero era mucho más joven, casi un niño, vestido de astronauta y con una caña de pescar inventada que servía para atrapar resplandores.

La temporada de pesca de auroras había comenzado, y por suerte en estas latitudes se ven todas las noches y a toda hora. Pesqué muchas, de infinitas formas y colores, todas tan bellas como distintas. También las pude disfrutar en plena ciudad, a través de la ventana de la cocina, al caminar por un lago congelado, recorriendo el centro y obviamente desde el mejor lugar para contemplar y reflexionar: el baño. Y ellas permanecerán ahí, esperándote, gratis.
¿Por qué logramos ver las auroras? …porque la noche, modesta y bondadosa nos lo posibilita.
¿A cuántos has permitido brillar últimamente?
Relato y fotografías: Kiti Ferrero
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