Los ruidos del crepúsculo

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El amanecer y el anochecer desafían a nuestra visión. Estar preparado para un cambio en la iluminación puede ser crítico para la supervivencia. 

Quienes tienen la suerte de contar con un calefón para calentar el agua del hogar -y la posibilidad de pagar la factura del gas- suelen dejar la llama del piloto continuamente encendida, incluso cuando no se esté utilizando el agua caliente.

Esta conducta, que implica un gasto extra de energía, habilita la posibilidad de darse una ducha o de lavar la vajilla de manera casi inmediata, sin necesidad de demorarse en el engorroso proceso de encender el calefón.

Análogamente, nuestro cerebro también está permanentemente encendido. Y mantener ese estado “piloto” le demanda muchísima energía. De hecho, una gran parte de lo que consumimos como alimento la usamos como combustible para sostener esa incesante “actividad espontánea” -así la llaman los científicos- del cerebro, que no tiene correlato directo con lo que un individuo está haciendo.

Así, por ejemplo, si se mide la actividad cerebral cuando movemos una mano, se registra una señal. Pero, si permanecemos inmóviles -dormidos o despiertos- se detecta un ruido de fondo, que es provocado por esa actividad espontánea.

Que ese ruido consuma tanta energía del organismo, incluso más que la que implica mover una mano, debería tener una justificación.

Una hipótesis que intenta explicar este fenómeno es que nuestro cerebro se mantiene “en piloto” para responder de inmediato a los desafíos vitales que nos plantea el mundo en el que habitamos. Esta idea supone que, con el cerebro siempre “encendido”, nuestros ancestros eran capaces de reaccionar rápidamente a un cambio en el entorno y, de esa manera, sobrevivir.

Particularmente, la percepción visual es un elemento clave para la supervivencia. En ese sentido, para los primeros humanos, adaptar velozmente la agudeza de la visión a los cambios en la luz solar que ocurren en los crepúsculos matutino y vespertino podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Hoy, la iluminación artificial nos permite atravesar con tranquilidad los momentos en los que la luz solar vacila. Pero nuestro cerebro es igual al de aquellos individuos primitivos y, como tal, conserva los mismos mecanismos de supervivencia.

“Decidimos evaluar cómo varía la actividad espontánea, el ruido de fondo, a lo largo del día”, informa Enzo Tagliazucchi, investigador del CONICET en el Departamento de Física de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.

“Comprobamos que ese ruido disminuye significativamente al amanecer y al anochecer”, revela, y destaca: “Curiosamente, esa disminución de la actividad espontánea ocurre solamente en las áreas sensoriales de la corteza cerebral. Es decir, en las partes del cerebro que se encargan de percibir el mundo exterior”.

Ruidos a la vista

Para evaluar la actividad cerebral, se utiliza la resonancia magnética funcional, una técnica que permite obtener imágenes de las zonas del cerebro que se activan mientras se realiza una tarea determinada.

En este caso, los científicos utilizaron 14 voluntarios quienes, dentro del resonador magnético, debían reconocer distintos estímulos visuales difíciles de percibir, ya sea porque aparecían y desaparecían muy rápidamente, o porque se presentaban con un contraste muy tenue.

Los voluntarios repitieron la prueba seis veces a lo largo del día en horarios preestablecidos, durante dos días seguidos.

“Observamos que, en los horarios correspondientes al amanecer y al anochecer, los individuos que mostraban más capacidad de percepción visual a su vez tenían mayor reducción del ruido de fondo”, consigna Tagliazucchi.

Según el investigador, los resultados indican que podría haber una “competencia” entre el ruido de fondo y la agudeza visual: “En los momentos de penumbra, cuando hay una gran necesidad de extremar la agudeza visual, el sistema disminuye el ruido de fondo para enfocarse en la tarea de procesar la información visual”.

En otras palabras, ante un evento que pone en juego la supervivencia, el sistema que mantiene “encendido” el cerebro para que responda inmediatamente a un desafío vital disminuye su intensidad para, de esta manera, canalizar mayor energía hacia la ejecución de la tarea crítica.

Por otro lado, considerando que las pruebas fueron efectuadas con una iluminación artificial constante, en una habitación sin ventanas, aislada del exterior y, por lo tanto, sin incidencia de la luz solar, Tagliazucchi señala: “Esto demuestra que este mecanismo no depende del nivel de luz, que es autónomo y propio del cerebro. Posiblemente está relacionado con los ritmos circadianos”.

Los resultados del trabajo, que también firman Lorenzo Cordani, Céline Vetter, Christian Hassemer, Till Roenneberg, Jörg Stehle y Christian Kell, fueron publicados en la prestigiosa revista científica Nature communications.

Vía: nexciencia.exactas.uba

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