Con un imparable aumento de la población mundial y un incremento del nivel del mar por culpa del cambio climático, algunos científicos y tecnólogos se preguntan si no tendríamos que empezar a pensar menos en estaciones y hoteles espaciales y más en hábitats marinos, ya sean flotantes o submarinos; quizá sea el momento de dejar la colonización de Marte a un lado y adentrarnos en el océano.
A cargo de oficial de protección planetaria de la NASA y cuyo trabajo consistía ni más ni menos en asegurarse de que no infectemos accidentalmente otros planetas con gérmenes terrestres, es muy clara en este sentido: la idea de una base espacial o marciana autosostenible, “donde los humanos puedan sobrevivir con solo una modesta ayuda de la Tierra, está muy lejos en el futuro, si es que es posible. –Y añade–: Todavía no nos hemos molestado en colonizar zonas bajo el agua aquí, en nuestro planeta”.

La idea de instalar bases submarinas no es nueva. Lleva entre nosotros desde 1962, cuando el primer acuanauta, Robert Sténuit, permaneció poco más de un día encerrado en un hábitat mínimo, un cilindro de acero sumergido a 60 metros. Ese mismo año, el gran divulgador del mundo submarino Jacques Cousteau inició la construcción de su Continental Shelf Station –o Conshelf–. Si la idea era construir cinco que pudieran sumergirse a una profundidad máxima de 300 metros, al final solo se construyeron tres, y alcanzaron los 100 m. Estos tres experimentos submarinos fueron una valiosa prueba de concepto sobre el funcionamiento, tanto de la tecnología como de la fisiología humana, en el fondo del mar.
El esfuerzo sirvió de inspiración a otros. Se levantaron otras bases submarinas, más pequeñas y menos ambiciosas, destinadas a la investigación. Una de ellas fueron las dos Tektite, desarrolladas en 1969 por General Electric para la NASA, la Oficina de Investigación Naval y el Departamento del Interior de Estados Unidos. Colocadas en 1970 frente a las islas Vírgenes, las misiones tuvieron por objetivo estudiar la psicología de los científicos mientras trabajaban en ambientes cerrados: los equipos estaban compuestos por cuatro investigadores y un ingeniero, y la misión duraba entre diez y veinte días. Uno de los equipos de acuanautas estuvo totalmente compuesto por mujeres y fue liderado por la oceanógrafa Sylvia Earle, responsable de más de cincuenta expediciones y que, en su dilatada carrera, ha vivido más de 7000 horas bajo el agua. No en vano, la revista The New Yorker llamaba a esta emblemática investigadora Su Profundidad.

La similitud entre los ambietes marinos y el espacio ha provocado que la NASA se haya lanzado a financiar el desarrollo de hábitats subacuáticos. Entre ellos se encuentra la Scott Carpenter Space Analog Station, bautizada así en honor a uno de los siete astronautas del proyecto Mercury –el primer programa espacial tripulado de Estados Unidos–, que también fue acuanauta. Como su nombre indica, se diseñó para proporcionar una estación submarina que fuera similar a un entorno espacial aislado, y era para dos acuanautas. La primera misión se lanzó cerca del famoso Cayo Largo de Florida en septiembre de 1997, e incluyó una prueba funcional completa de sus sistemas de diseño e ingeniería, sobre todo los referidos a sistemas de soporte vital a largo plazo, y el estudio del crecimiento de plantas en entornos remotos y extremos. El verano siguiente se lanzó una segunda misión, conocida con el nombre de NASA Challenge Mission, que se ejecutó simultáneamente con la del transbordador espacial STS-95. La estancia ininterrumpida en el fondo marino se prolongó durante once días, aproximadamente el mismo periodo que la misión en el espacio.
En la actualidad aún se encuentran en funcionamiento algunos laboratorios. Entre ellos, el Aquarius Reef Base, anclado a una profundidad de 19 metros en el Santuario Marino Nacional de los Cayos de Florida y dedicado principalmente al estudio y preservación de los arrecifes coralinos. Y en la misma zona está el MarineLab, que lleva funcionando desde 1984. Una vez concluida su vida investigadora, algunas de estas instalaciones oceanográficas se han reinventado, como La Chalupa, que en los años 70 operó en las costas de Puerto Rico y, a mediados de los 80, se convirtió en el Jules’ Undersea Lodge, uno de los pocos hoteles submarinos que existen en el mundo: pasar allí una noche romántica con tu pareja te costará 1235 euros.

Tenemos la falsa sensación de que conocemos bastante bien los océanos, pero no es cierto. Aunque en su interior se encuentra el 99 % del total de la biosfera, solo hemos visto un escaso 5 %. Las apariencias engañan: el mundo marino no es un monótono desierto acuoso, sino que rebosa vida. En solo uno de los remolinos de agua que crea una ballena zampaplancton, puede tragar más de quince filos –también llamados divisiones– de animales, ya sea en estado larval o adulto. ¡Esos son tantos como todos los filos de los animales terrestres existentes! Y no solo eso. En una columna de agua oceánica encontramos un quintillón (1030) de seres microbianos, cuyo peso conjunto es equivalente a 240 000 millones de elefantes africanos. O dicho de otra forma: por cada persona en el mundo, el peso de los microbios marinos que le corresponde es de 35 elefantes. No es extraño que esta microfauna constituya entre el 50 % y el 90 % de toda la biomasa oceánica, y es este gran margen de error a la hora de determinar su abundancia una demostración del desconocimiento que tenemos sobre lo que pulula debajo de la superficie a todos los niveles: cuando el ictiólogo Richard Pyle se aventura en la llamada zona de penumbra del mar –entre los 200 m y 1000 m de profundidad–, encuentra, de promedio, siete nuevas especies de pez por cada hora de inmersión. No en vano, en esta zona tenemos el 90 % de la biomasa total de peces de los océanos.
Para poner coto a este desconocimiento, en el año 2000 se lanzó un ambicioso programa internacional que duró diez años: el Censo de la Vida Marina, que involucró a 2700 científicos de más de ochenta países y cuyo objetivo fue evaluar la diversidad, la distribución y la abundancia de la vida hasta los 5000 metros de profundidad. Fue un estudio sin precedentes en la historia: dieciocho proyectos, 540 expediciones, más de 2600 artículos científicos publicados y un gasto de 560 millones de dólares. Dicho censo ha compilado el Sistema de Información Biogeográfica del Océano, el inventario de datos de vida marina de acceso abierto más grande del mundo, con más de 30 millones de registros.
El censo investigó la vida en los océanos –desde los microbios hasta las ballenas– de polo a polo, y descubrió seres y fenómenos antes desconocidos: como una nueva especie de un tipo de camarón jurásico –Neoglyphea neocaledonica– que se creía extinguido hacía 50 millones de años; o un misterioso lugar a medio camino de Hawái y Baja California donde los tiburones blancos del Pacífico se reúnen puntualmente todos los inviernos. A dicha zona, que tiene un radio de 250 km, se la conoce como el café de los tiburones blancos: “[Estos escualos] van a lo que algunos llaman el desierto del océano –explica Salvador Jorgensen, ecólogo marino del Schmidt Ocean Institute (EE. UU.)–. ¿Qué es lo que hacen ahí?”. Esa es una pregunta que aún no ha hallado respuesta. Algunos piensan que tiene que ver con el momento en que se aparean. Gracias al seguimiento por satélite, se sabe que en este café las hembras nadan en movimientos rectos y predecibles, mientras que los machos van de arriba abajo a lo largo de la columna de agua. ¿Buscan pareja? Después los machos regresan a la costa y a las hembras se les pierde la pista durante un año; quizá se ocultan para dar a luz. Lo siguiente que sabemos es que los recién nacidos aparecen en las aguas que hay frente al sur de California, el área de alimentación del tiburón blanco, hasta que son lo bastante grandes como para reunirse con sus mayores.

Vía: Muyinteresante