La atmósfera quedó golpeada por los ensayos nucleares

En total, casi 2.500 bombas nucleares se han probado durante las últimas décadas, lo que supone una energía total de más de 540 megatones sobre la Tierra.

El 16 de julio de 1945, a las 5:29 am (hora local), EE UU detonaba en el desierto de Jornada del Muerto, a 56 kilómetros de la ciudad de Alamogordo en Nuevo México, la primera bomba nuclear, denominada Trinity, que formaba parte del proyecto Manhattan.

Con esta prueba empezó la era atómica. Veinte días después, las dos bombas siguientes se arrojaron sobre la población civil japonesa en Hiroshima y Nagasaki, poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial.

Desde entonces, EE UU ha detonado 1.129 bombas más hasta el año 1992 como parte de sus ensayos nucleares. A ellos se unen la antigua Unión Soviética con 981, Francia (217), Reino Unido (88), China (48), India (6), Pakistán (6) y Corea del Norte (6), cuya última prueba nuclear tuvo lugar en septiembre de 2017.

En total, casi 2.500 bombas nucleares se han probado durante las últimas décadas, lo que supone una energía total de más de 540 megatones sobre la Tierra. Las bombas lanzadas a la atmósfera por sí solas representaron 428 megatones, el equivalente a más de 29.000 bombas del tamaño de la de Hiroshima, que había provocado 166.000 muertes al finalizar el año 1945.

Consideradas necesarias para medir la seguridad, la eficacia y la potencia de las armas nucleares, las pruebas se realizaron en diversos tipos de ambientes, en lugares remotos del mundo y alejados de la civilización. El objetivo fue evitar dañar a las personas, ya que podían sufrir desde lesiones cutáneas, envenenamiento o diversos tipos de cánceres a largo plazo, debido al efecto de la radiación.

En la atmósfera, bajo tierra y bajo el agua fueron principalmente las localizaciones elegidas y se emplearon diferentes métodos para lanzarlas: a bordo de barcazas, en lo alto de torres, desde aviones, suspendidas de globos, con cohetes, en la superficie de la Tierra, a más de 600 metros bajo el agua y a más de 200 metros bajo tierra.

Sin embargo, aunque en los primeros años de los ensayos no hubo preocupaciones al respecto, varios acontecimientos empezaron a demostrar que estas pruebas sí afectaban al medio ambiente y a las personas. Debido a las crecientes amenazas ambientales como la lluvia radiactiva –deposición de una mezcla de partículas desde la atmósfera a partir de una explosión– o la contaminación, la Organización de Naciones Unidas celebra cada 29 de agosto, desde el año 2010, el Día Internacional contra los Ensayos Nucleares.

“El severo daño ambiental causado por estos ensayos nucleares, los más poderosos jamás realizados en la atmósfera, así como el contexto general de las pruebas de armas nucleares globales, sentaron las premisas de la primera cooperación internacional a gran escala para eliminarlas”, señala el investigador de la Universidad de Bucarest en Rumanía, Remus Pr?v?lie, en un artículo publicado en la revista Ambio.

En realidad, la ONU ya mostraba desde años anteriores –como lo demuestra esta resolución de la Asamblea General del 2000– su preocupación por los efectos perjudiciales para “las generaciones presentes y futuras de los niveles de radiación a los que la humanidad y el medioambiente estaban expuestos con estas pruebas”.

Hacia la prohibición de los ensayos

Una de las primeras consecuencias de los ensayos se observó en 1954 con la bomba Castle Bravo, detonada en el atolón Bikini, en las Islas Marshall en el océano Pacífico. La explosión triplicó accidentalmente el rendimiento estimado en su diseño, con lo que alcanzó los 15 megatones, la mayor potencia jamás registrada por EE UU. Fue mil veces superior a cada una de las dos bombas lanzadas en Japón, pero inferior a la potencia de la mayor bomba de la historia: la Bomba del Zar (de la Unión Soviética), de unos 50 megatones.

La detonación se produjo a siete metros de la superficie del suelo y provocó un cráter de dos kilómetros de diámetro y 70 metros de profundidad y una seta atómica que alcanzó en un minuto los 14 kilómetros de altitud y siete kilómetros de diámetro. A los 10 minutos, la nube sobrepasó los 40 km de altitud y los 100 km de diámetro, expandiéndose a más de 100 metros por segundo.

La catástrofe, la mayor de EE UU, generó una lluvia radiactiva con coral pulverizado que se extendió al resto de islas del archipiélago y cayó, de forma más pesada en forma de ceniza blanca, sobre los residentes y militares. Una lluvia más particulada y gaseosa llegó al resto del mundo hasta Australia, India y Japón, incluso EE UU y parte de Europa. En total, la contaminación afectó de manera directa a un área de unos 18.000 km2 del océano Pacífico.

A raíz de la explosión, no tardaron en hacerse oír reacciones internacionales en contra de las pruebas termonucleares atmosféricas, de las cuales 500 fueron lanzadas hasta ese momento, según los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés). Todo ello culminó en 1963 en la ratificación del Tratado de prohibición parcial de los ensayos nucleares, del que Coreo del Norte nunca participaría –Francia y China se unieron años después–.

Según una investigación del centro estadounidense, aún hoy la lluvia radiactiva está presente en pequeñas cantidades en todo el mundo, y de hecho, cualquier persona nacida a partir de 1951 en EE UU ha recibido algún tipo de exposición a la radiación por este fenómeno relacionado con las pruebas de armas nucleares.

Cómo cambiaron las nubes

El periodo radiactivo posterior a los ensayos ha provocado otras alteraciones en la atmósfera, como cambios en los patrones de la precipitación. Un trabajo, publicado recientemente en la revista Physical Review Letters, sugiere que las pruebas realizadas sobre todo entre los años 50 y 60 del siglo pasado por parte de EE UU y la Unión Soviética han podido producir efectos en las nubes incluso a miles de kilómetros de los lugares de detonación.

Los físicos británicos, liderados por Gilles Harrison, del departamento de Meteorología de la Universidad de Reading, en Reino Unido, usaron registros históricos entre los años 1962 y 1964 de una estación de investigación situada en Escocia para comparar los días con baja y alta carga radiactiva. Los resultados muestran que las nubes eran visiblemente más densas y gruesas, y había un 24 % más de lluvia de media en los días con más radiactividad.

“Los científicos de entonces aprendieron sobre los patrones de circulación atmosférica al estudiar la radiactividad liberada de los ensayos nucleares de la Guerra Fría. Ahora, nosotros hemos reutilizado esos datos para examinar el efecto sobre la precipitación”, señala Harrison, profesor de Física Atmosférica en la universidad británica.

La carrera nuclear durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial ha permitido así a los investigadores estudiar cómo la carga eléctrica –liberada por la ionización del aire debido a la radiactividad– afecta a la lluvia. Hasta ahora, se pensaba que la primera modificaba la forma en que las gotas de agua en las nubes chocaban y se combinaban, alterando su tamaño e influyendo en la lluvia.

Los registros meteorológicos antiguos han permito resolver parte de esta hipótesis, sobre todo teniendo en cuenta que los datos proceden de estaciones localizadas cerca de Londres y en las islas Shetland, en el Atlántico Norte, a unos 480 km al noroeste de Escocia, poco afectado por las contaminación antropogénica. “Esto lo convirtió en un lugar mucho más adecuado para observar los efectos de la lluvia”, indican los autores.

Aunque las explosiones de los ensayos cargaron la atmósfera de todo el mundo de radiactividad, desde mediados de los años 90 la comunidad internacional ha unido fuerza para llegar a una prohibición total con un nuevo tratado, firmado en la actualidad por 184 países y ratificado por 168. Ahora, a la espera de que potencias nucleares como India, Corea del Norte y Pakistán lo aprueben, solo falta que el acuerdo entre en vigor.

Vía: Ecoportal

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