Lluvia torrencial, lluvia vaporosa, lluvia horizontal… el agua cae del cielo de múltiples maneras, pero siempre para recordarnos su importancia en nuestras vidas y lo pequeños que somos ante su fuerza. El naturalista José Luis Gallego vuelve a La mirada del agua para contarnos su visión poética sobre la lluvia.
ace muchos años nos llegó al consejo editorial de la revista “Integral” -del que tuve la fortuna de formar parte y en el que tanto aprendí- un delicioso artículo del poeta y ensayista argentino Mario Satz, en el que daba repaso a las diferentes maneras de llover en el mundo.
Como si se tratara de una breve guía de aves, el autor de “El alfabeto alado” describía en aquel artículo las distintas especies de lluvia que había conocido. No recuerdo todas ellas, pero evocando aquel delicioso texto (Mario es un alquimista de las palabras) quiero compartir aquí algunas formas de llover que, por comunes, seguramente el lector sabrá reconocer.
La primera de ellas es la lluvia torrencial: tempestuosa, pesada, enteramente vertical y catastrófica. Es esa lluvia de finales de verano que cae de sopetón, a palanganadas o como una cortina acuosa que bajara del cielo.
Es un agua abrupta, que no respeta los cauces: inflama los ríos y huye de ellos arrastrando el paisaje. Se trata de la peor de las especies de lluvia y los expertos que estudian la evolución de la crisis climática nos alertan de que se halla en plena expansión.
Mucho más amable y delicada tenemos de la otra parte a la lluvia vaporosa. Esa forma de llover casi sin querer. Un goteo delicado y lento que a menudo no llega siquiera a tocar el suelo. Es una lluvia sutil, como terciopelo líquido, que más que calar pulveriza las ropas y los sitios. En Euskera recibe el nombre de zirimiri y el diccionario de la Real Academia Española la recoge como sirimiri, definiéndola como “llovizna muy menuda”. ¡Ah! la magia de las palabras cuando trascienden su significado.
Y luego está la lluvia horizontal, bulliciosa, incansable e indómita: el aspersor de la naturaleza. Es esa que sucede en presencia del viento, en los acantilados o los paseos marítimos durante un temporal de levante. Una lluvia contra la que no hay resguardo. Que riega de lado y penetra en el interior de los bosques siguiendo los senderos.
Cuando la lluvia cae así no hay paraguas que lo sea. El viento se disfraza de lluvia y el paisaje se empapa hasta los huesos, como quienes lo pasean. Confieso que soy de los que se echa a la calle de cabeza cuando llueve así, porque amo la lluvia y porque esta forma de llover es la más apasionada de todas ellas.
Hay más. Y muchas de ellas están descritas en los libros. Me encanta leer sobre la lluvia. En las memorias de Pablo Neruda (“Confieso que he vivido“) el poeta chileno dedica un apartado del primer capítulo (Infancia y poesía) a relatar la forma en que llovía en su niñez. Y lo hace desde la añoranza, lamentando que el planeta haya perdido ese “arte de llover” que disfrutó el niño escritor en su Gran Sur.
Recojo aquí sus palabras sobre la lluvia como cierre a este breve repaso, y como homenaje a la memoria del que, además de uno de los más grandes poetas que han dado las letras hispanas, fuera gran amante de la naturaleza, experto ornitólogo y exquisito paisajista.
Vía: elagoradiario